Ignacio, capitán de barco
"Me gustaría que mis hijos vivieran las virtudes cristianas".


Travesía habitual: Tenerife-Gran Canaria



 


Su imagen resulta muy popular entre los isleños porque es el capitán de uno de los barcos de viajeros que hacen diariamente la travesía entre la isla de Tenerife y la de Gran Canaria.

Este joven capitán de barco cuenta en su videotestimonio que desea transmitirles a sus hijos, junto con su esposa, unos ideales humanos y cristianos por los que merezca la pena vivir. Sabe que nunca se arriba a puerto sin esfuerzo y sin rumbo claro, sin una carta precisa de navegación.

La carta de navegación que le gustaría que siguieran sus hijos en su travesía por esta vida es el Evangelio. Y el rumbo, Cristo.

Gran parte de su responsabilidad como capitán del barco familiar –explica- es enseñar a sus hijos a cultivar las virtudes cristianas y espirituales que les ayuden en la travesía de la vida.

Cuando le preguntaban a san Josemaría, fundador del Opus Dei -a cuyos medios de formación cristiana acude este capitán de barco- qué virtud humana prefería, solía decir que la sinceridad.

Y les recordaba el santo a los padres de familia, en una entrevista titulada “La Mujer en la vida del mundo y en la Iglesia”, algunos aspectos importantes para que los matrimonios sepan transmitir a los hijos esas virtudes.

Quererse

"Dejando aparte las dificultades que pueda haber entre padres e hijos -le preguntaban al fundador del Opus Dei-, también son corrientes las riñas entre marido y mujer, que a veces llegan a comprometer seriamente la paz familiar. ¿Qué consejos daría usted a los matrimonios?"

- "Que se quieran -contestaba san Josemaría-. Y que sepan que a lo largo de la vida habrá riñas y dificultades que, resueltas con naturalidad, contribuirán incluso a hacer más hondo el cariño.

Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio —su mal genio, a veces— y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer.

La convivencia es posible cuanto todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia.

En cambio, si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el cariño.

Los matrimonios tienen gracia de estado —la gracia del sacramento— para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura —por un motivo humano y sobrenatural a la vez— las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta.

Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y, aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer daño.

Es preciso aprender a callar, a esperar y a decir las cosas de modo positivo, optimista. Cuando él se enfada, es el momento de que ella sea especialmente paciente, hasta que llegue otra vez la serenidad; y al revés. Si hay cariño sincero y preocupación por aumentarlo, es muy difícil que los dos se dejen dominar por el mal humor a la misma hora...

Otra cosa muy importante: debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño. No os animo a pelear: pero es razonable que peleemos alguna vez con los que más queremos, que son los que habitualmente viven con nosotros. No vamos a reñir con el preste Juan de las Indias. Por tanto, esas pequeñas trifulcas entre los esposos, si no son frecuentes —y hay que procurar que no lo sean—, no denotan falta de amor, e incluso pueden ayudar a aumentarlo.

Un último consejo: que no riñan nunca delante de los hijos: para lograrlo, basta que se pongan de acuerdo con una palabra determinada, con una mirada, con un gesto. Ya regañarán después, con más serenidad, si no son capaces de evitarlo. La paz conyugal debe ser el ambiente de la familia, porque es la condición necesaria para una educación honda y eficaz. Que los niños vean en sus padres un ejemplo de entrega, de amor sincero, de ayuda mutua, de comprensión; y que las pequeñeces de la vida diaria no les oculten la realidad de un cariño, que es capaz de superar cualquier cosa.

A veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en cuando; en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta espíritu de mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados no quiebran el afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa. En una palabra, que marido y mujer vivan queriéndose el uno al otro, y queriendo a sus hijos, porque así quieren a Dios".


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